La violencia no es un fallo del patriarcado sino una de sus manifestaciones más evidentes. Es una herramienta de control que se utiliza cuando los hombres sienten que su posición de dominación está siendo amenazada.


Martes 13 de agosto de 2024. La violencia física contra las mujeres en el ámbito privado es más que un problema individual; es un síntoma de un entramado social profundo y complejo, que tienen raíces históricas, culturales y psicológicas que perpetúan esta dinámica de poder destructiva.
En el corazón de esta problemática está la construcción del patriarcado, un sistema que moldeó nuestras relaciones interpersonales desde tiempos inmemoriales. Este sistema no es simplemente una suma de normas y expectativas; es una estructura diseñada para mantener y reproducir el poder de los hombres sobre las mujeres.
Desde una perspectiva sociológica, hay que entender que la violencia física contra las mujeres no ocurre en un vacío. Es el resultado de una socialización que comienza en la infancia y que está profundamente arraigada en nuestras instituciones más fundamentales: la familia, la educación, la religión, e incluso el Estado. A los niños se les enseña a asumir roles de dominación, mientras que a las niñas se les asignan roles de sumisión. Estos roles son reforzados continuamente a lo largo de la vida a través de narrativas culturales, medios de comunicación y prácticas cotidianas.
El hombre que ejerce violencia física sobre su pareja no lo hace solo porque «puede», sino porque fue entrenado para creer que ese es su derecho. Este derecho percibido se basa en la idea de que el hogar es su dominio, un espacio donde su autoridad no debe ser cuestionada. Cuando su control se ve amenazado, ya sea por un desafío a su autoridad o por la mera existencia de una mujer que no se conforma con los roles tradicionales, la violencia se convierte en su recurso último para restablecer el orden que siente que debe prevalecer.
Desde el punto de vista psicológico, el uso de la violencia está relacionado con la internalización de la inseguridad y el miedo al fracaso, que muchas veces se esconden detrás de una fachada de fuerza y control. Estos hombres a menudo fueron víctimas de abuso o testigos de violencia en su entorno durante la infancia. Es ahí donde aprendieron que la violencia es una respuesta válida a la frustración y la inseguridad. Sin embargo, esta no es una excusa, sino una explicación de cómo se perpetúa el ciclo de la violencia. La sociedad falla no solo cuando permite que los hombres violenten a las mujeres, sino cuando no ofrece alternativas de resolución de conflictos y modelos de masculinidad que no estén basados en la dominación.
El problema no es solo que la violencia exista, sino que esté normalizada y, en muchos casos, invisibilizada. Las estructuras de poder que sostienen el patriarcado crearon un entorno en el que la violencia se convierte en una parte aceptada, aunque no siempre visible, de las relaciones de género. Esta aceptación tácita es la que perpetúa el ciclo y hace que su erradicación sea difícil, compleja.
Como sociedad, debemos confrontar la realidad de que la violencia física contra las mujeres es una manifestación de un sistema de opresión más amplio. No es suficiente con condenar la violencia; debemos desmantelar las estructuras que la permiten y la justifican. Esto implica un cambio radical en cómo entendemos el poder, las relaciones de género y la masculinidad. Implica una educación que no solo enseña a respetar a las mujeres, sino que también cuestiona la idea misma de que el respeto puede ser algo que un hombre otorga o retira según su voluntad.
Este problema persistirá mientras sigamos reproduciendo las condiciones que lo generan. El cambio debe ser sistémico y debe involucrar a todos los niveles de la sociedad, desde las políticas públicas hasta la transformación de las normas culturales. Solo entonces podremos empezar a vislumbrar un futuro en el que la violencia física contra las mujeres no sea la norma, sino una aberración, una aberración completamente inaceptable.