Cristina baila y desobedece. Pero no baila «en la estratósfera»: baila en la grieta del mundo, ahí donde la política todavía puede ser cuerpo, sentido y comunidad, reflexiona el autor de este artículo de opinión sobre el papel que pretende imponer el poder fáctico a través de las redes y sus escribas.
Por Jorge Víctor Ríos
Sábado 14 de junio de 2025. ¿Qué hace Cristina Kirchner bailando en el balcón de su departamento, si (ya) no es candidata, si no está en campaña, si fue condenada, si el país arde? La respuesta es tan política como insoportable para el poder fáctico: Cristina baila porque no se rinde.
Hay imágenes que el poder no puede tolerar. Una mujer -y no cualquier mujer- perseguida, judicializada, estigmatizada, vuelve a su casa, y en lugar de esconderse… baila. En vez de pedir perdón, sonríe. En lugar de entregarse a la derrota simbólica, celebra el vínculo con los suyos.
La escena fue rápida, casi mínima. Una mujer de negro en un balcón, rodeada de militantes en la calle, acompaña con el cuerpo un tema de Gilda. Nada extraordinario. Salvo que, para la maquinaria mediática, ese pequeño movimiento fue una provocación. Por ejemplo, Clarín tituló que «baila en la estratósfera», como si se tratara de una diosa desconectada. Pero no es cierto. Cristina no baila en el aire. Pisa el suelo, y lo pisa fuerte. ¿No era eso lo que reclamaban? ¿Que dé la cara? Bueno: volvió. ¿Y ahora?
La paradoja es brutal: los mismos que durante años la acusaron de «encerrarse en Olivos» hoy la acusan de «bailar en el balcón». El gesto no encaja en sus coordenadas. No es solemnidad de mármol ni acto populista. Es un gesto vital, feminista, barrial, popular. Y por eso, como no pueden atacarlo directamente, lo ridiculizan. Lo elevan a la «estratósfera» para poder dispararle sin asumir que lo que realmente odian es verla feliz sin permiso.
Es que no es el baile lo que molesta: es el símbolo de resistencia.
Cristina no baila porque «no le importa»: al contrario, baila porque no se doblega. Su cuerpo impugna lo que los tribunales quieren convertir en lápida o, al menos, en cajón. No es una táctica para resistir una derrota, ni una reacción catártica. Es una estrategia para afirmar otra vida posible: es entereza desde la alegría.
No es nostalgia. Es potencia. Es la invocación de una fuerza que no se mide en encuestas, sino en la capacidad de encender otros cuerpos. Porque mientras el modelo libertario celebra su crueldad con drones y motos, ella aparece sin escudo, sin cargo, sin blindaje. Solo con su cuerpo, su historia y una canción significativa: «No me arrepiento de este amor». Y sin embargo, la siguen queriendo bajar. ¿No será que sienten que todavía puede levantar a otros?
Es que no es la corrupción lo que les preocupa: es la potencia movilizadora.
Y eso es lo que más los enfurece: que no reaccione como esperaban. Que no se deprima, que no se esconda, que no implore clemencia. Esperaban una Cristina vencida, y encontraron una Cristina que baila. Que sonríe. Que vibra. Esa desobediencia emocional -la que se niega a sufrir como víctima- es lo que los descoloca. Porque si después de todo lo que hicieron, ella sigue bailando, entonces no pudieron con ella, que ya se sabe figura política histórica. De Argentina, claro, pero también del Sur globalizado.
El gesto no ocurre en el vacío. Se da horas después de una embestida judicial que busca su proscripción, como advirtió Zaffaroni: una sentencia sin sustento, dictada para disciplinar. No es un fallo, es una estrategia. No es una condena, es una advertencia. El verdadero destinatario no es Cristina, es la ciudadanía politizada. El mensaje es claro: no se atrevan a tocar los intereses del capital financiero. Más que la Corte, es el poder global el que actúa detrás de escena, temeroso no de una candidatura, sino de una historia de confrontación con los dueños del hambre.
Este gesto, además, desafía una narrativa planetaria. Emerge en un contexto mundial de crisis y ajuste, donde foros como Davos profundizan una arquitectura que empobrece a las mayorías. En ese tablero, gobiernos como el de Milei no son anomalías sino experimentos de laboratorio. El baile de Cristina interrumpe esa lógica que convierte el sufrimiento popular en estadística. No baila «en la estratósfera»: baila en la grieta del mundo, ahí donde la política todavía puede ser cuerpo, sentido y comunidad.
Es que no es la Corte la que arremete: es el poder financiero global.
En esta escena, Cristina ya no baila desde el poder institucional, sino desde su despojo. Pero ahí está: moviendo el cuerpo, pero también movilizando voluntades. No porque no vea la crisis, sino porque su cuerpo elige resistir sin amargura. ¿Qué pasa cuando alguien que ya no necesita demostrar nada elige seguir amando la política? Se vuelve libre. Y la libertad de una mujer no domesticada, en un país gobernado por representantes de los CEOs del mundo, no es admisible.
Cristina baila. No en la estratósfera, sino acá abajo. Y mueve mucho más que sólo el cuerpo.
Es que no es (sólo) a ella a quien agreden: es al pueblo.
