«El gobierno no está aplicando un liberalismo doctrinario sino un pragmatismo regresivo donde las reglas del mercado se aplican con crudeza para los de abajo y se suspenden para garantizar las ganancias de los de arriba. No es estabilidad. Es anestesia. No es libertad de mercado. Es tutela financiera. No es plan. Es simulacro. El verdadero costo de esta supertasa no está solo en las cuentas del Estado, sino en la credibilidad de un gobierno que predica una cosa y practica otra», reflexiona el autor de esta nota.
Por Jorge Víctor Ríos
Jueves 24 de julio de 2025. Se demoniza al Estado cuando regula precios de alimentos, pero se lo celebra cuando subsidia con tasas astronómicas a los bancos.
El gobierno libertario enfrentó una nueva corrida cambiaria con una maniobra tan audaz como costosa: ofrecer tasas de interés exorbitantes para frenar la demanda de dólares. La operación, celebrada por algunos medios como una muestra de control, expone en realidad la precariedad estructural del modelo. La narrativa oficial sostiene la ficción de un mercado libre, mientras en la práctica se despliegan mecanismos de intervención sofisticada, disfrazados de lógica técnica.
Tras el vencimiento de deuda por más de 10 billones de pesos, el mercado se inundó de liquidez. La reacción del Tesoro fue inmediata: colocar LECAP con tasas del 48% anual, sumado a la reactivación de pases pasivos por parte del Banco Central, una herramienta que permite absorber pesos ofreciendo intereses atractivos a los bancos. Esta combinación frenó, momentáneamente, la presión sobre el dólar. El tipo de cambio oficial se planchó, el blue bajó unos puntos, y la sensación de orden volvió al tablero. Pero ¿a qué costo? ¿Y con qué horizonte?
El problema no es solo económico, sino profundamente político: el costo cuasifiscal de esta estrategia es insostenible. Se financia una paz cambiaria artificial a través de una bicicleta interna que beneficia a los grandes jugadores financieros y transfiere la carga al conjunto de la sociedad. Mientras el gobierno se jacta de haber eliminado el déficit fiscal, multiplica sin pudor el déficit del Banco Central, que no aparece en los discursos, pero erosiona igual o más la soberanía económica. La motosierra se exhibe con orgullo para ajustar el gasto social; la aspiradora y la licuadora, en cambio, actúan en silencio para garantizarle rentabilidad al capital financiero.
Esta operación, presentada como técnica, desnuda una política de fondo: no hay voluntad de estabilizar la economía con redistribución o crecimiento, sino de mantener una ficción de estabilidad que sirva como placebo simbólico. En este esquema, el dólar no es solo una variable económica: es un fetiche político. Su quietud aparente permite sostener la narrativa de un gobierno que controla, que ordena, que impone lógica frente a un supuesto caos absoluto heredado. Pero la verdadera pregunta no es si el dólar bajó, sino quién pagó para que baje.
Clarín evita interrogar esa dimensión. Relata el operativo con el tono aséptico de la crónica financiera, sin señalar a los ganadores ni a los perdedores, sin discutir la viabilidad de la estrategia, sin asumir que detrás de cada punto porcentual de tasa hay una transferencia de recursos, una renuncia estatal, un privilegio sostenido. Lo que se presenta como una victoria técnica es, en verdad, una revelación política: el gobierno no está aplicando un liberalismo doctrinario, sino un pragmatismo regresivo donde las reglas del mercado se aplican con crudeza para los de abajo y se suspenden para garantizar las ganancias de los de arriba.
No es estabilidad. Es anestesia. No es libertad de mercado. Es tutela financiera. No es plan. Es simulacro. El verdadero costo de esta supertasa no está solo en las cuentas del Estado, sino en la credibilidad de un gobierno que predica una cosa y practica otra. Y sobre todo, en la erosión de un futuro colectivo hipotecado al servicio de una estabilidad fugaz. ¿Cuánto tiempo más se puede sostener esta farsa sin que el velo se corra y la deuda –económica, simbólica y política– estalle?
