El autor de este artículo de opinión analiza el drástico giro discursivo del presidente Javier Milei hacia un tono conciliador y pragmático, argumentando que este cambio lejos de ser una conversión voluntaria, aparece como el resultado de la presión de las instituciones democráticas. La derrota electoral en Buenos Aires, los frenos del Congreso y la Justicia, y la movilización social en las calles actuaron como contrapesos que “domaron” los impulsos más radicales del Gobierno, demostrando que la arquitectura institucional de la democracia argentina sigue funcionando como contención frente a los proyectos de poder absoluto.

Por Jorge Víctor Ríos

Miércoles 17 de septiembre de 2025. La derrota electoral en la provincia de Buenos Aires y los frenos sufridos en el Congreso y el Poder Judicial obligaron al presidente Javier Milei a ensayar un giro discursivo que nadie hubiera imaginado hace apenas unos meses. El líder que había hecho de la crueldad verbal su marca política se presentó esta vez contenido, conciliador, dispuesto a hablar de consensos. El mismo que denostaba el diálogo como “validación del robo de la política” pidió ahora trabajar “codo a codo” con gobernadores y legisladores.
El contraste es brutal: del insulto a la apelación a la paciencia, del desprecio a la empatía, del dogmatismo a la corrección pragmática. No se trata, sin embargo, de una conversión repentina ni de un cambio ideológico de fondo, sino de una respuesta obligada a los límites que imponen las instituciones democráticas. El voto popular en Buenos Aires, los fallos judiciales, la resistencia de las mayorías parlamentarias: allí está la trama real de la democracia. Allí, también, está el recordatorio de que todo presidente, incluso Milei, puede (máxime si además debe) ser domado por la democracia.
Lo que Milei presentó como un plan presupuestario para 2026 fue, en rigor, una enmienda a sí mismo. Prometió aumentos en jubilaciones, universidades y pensiones por discapacidad: los tres frentes que habían desgastado su imagen pública. Reconoció —sin decirlo— que la política no se gobierna solo con relatos de épica fiscal, sino con respuestas concretas a necesidades concretas. Su frase “lo peor ya pasó” buscó reconstruir expectativas, ese capital intangible que había perdido en las encuestas.
Más allá de las promesas y dudas sobre su alcance, resulta interesante detenerse en el acto político del discurso y en lo que aporta de novedoso. El giro no es fruto de la buena voluntad presidencial, sino de algo más profundo: la arquitectura institucional de la democracia argentina. Ese andamiaje —hecho de elecciones competitivas, poderes independientes, movilización social y opinión pública activa— funciona como un dique de contención frente a cualquier proyecto que pretenda imponerse sin mediaciones. Cuando Milei se vio obligado a retroceder en su tono y a ofrecer concesiones, lo que se expresó no fue su generosidad, sino la eficacia de esos contrapesos. Una vez más, la democracia domó al líder.
A los límites institucionales formales se suma un actor ineludible: la ciudadanía movilizada en las calles. Las marchas en defensa de la universidad pública, las protestas de jubilados y el creciente rechazo a los vetos presidenciales marcan un pulso social que no puede borrarse con decretos ni cadenas nacionales. Como en El Eternauta, cuando la única esperanza estaba en la resistencia colectiva y no en el héroe individual, la calle reafirma su condición de institución democrática viva: un recordatorio de que el pueblo no solo vota, también se organiza, exige y confronta. Allí también se advierte: es la sociedad la que doma, con su presencia y su resistencia, los excesos del poder.
La otra dimensión del conflicto es el campo simbólico. Los ejércitos de trolls coordinados por el oficialismo, amplificados por medios hegemónicos alineados con los poderes fácticos, buscan disciplinar el debate público con insultos y fake news. Pero esa maquinaria convive con una militancia virtual genuina y descentralizada, que desarma relatos, denuncia abusos y multiplica voces críticas. En paralelo, medios de comunicación independientes y periodistas comprometidos sostienen espacios de discusión que resisten la homogeneización informativa. Allí también se juega la democracia: en la capacidad de disputar el sentido común frente a un poder que pretende monopolizarlo. Incluso en ese terreno digital y mediático, el poder termina siendo domado por la democracia cuando voces múltiples rompen la homogeneidad.
El concepto de “democracia de baja intensidad”, acuñado por Barry Gills, Joel Rocamora y Richard Wilson, y profundizado por William I. Robinson, ayuda a iluminar esta coyuntura. Estas democracias no son dictaduras abiertas, pero tampoco son sistemas plenos: funcionan como administradoras del descontento, permitiendo elecciones mientras blindan las estructuras económicas y sociales que sostienen la desigualdad. Giuliano da Empoli, al analizar el presente global, advierte cómo el populismo convierte la política en espectáculo y erosiona la sustancia democrática. América Latina conoce bien esa historia: ciudadanías reducidas a votar cada tanto, instituciones débiles y protestas sociales que se vuelven el único canal para demandas ignoradas.
Así y todo, el giro discursivo, político y, supuestamente, presupuestario reflejado por el discurso de ayer no se entiende sin reconocer que la democracia, con todos sus problemas, todavía goza de relativa salud. El verdadero sujeto de esta coyuntura es el pueblo organizado a través de sus instituciones. La Constitución, el Congreso, el Poder Judicial, las universidades, los sindicatos, las provincias, las calles y los medios críticos: todos ellos encarnan, con sus contradicciones, la defensa concreta de los intereses colectivos frente al experimento libertario. Y todos ellos, en conjunto, doman los impulsos de poder absoluto.
Lo que vimos en este discurso no fue un renunciamiento, sino un recordatorio: sin instituciones firmes, la voluntad individual del líder se convierte en dogma. Con instituciones vivas, el dogma se vuelve negociable.
El momento abre una pregunta política mayor: ¿podrá la sociedad transformar este límite defensivo en una propuesta ofensiva, en un proyecto democrático capaz de reorganizar la esperanza? Si los reveses del oficialismo son solo una pausa antes de un nuevo embate, estaremos condenados a girar en círculos. Pero si los convertimos en aprendizaje, la derrota de Milei en Buenos Aires puede convertirse en victoria del pueblo argentino: la victoria de entender que la democracia no es un trámite, sino el andamiaje imprescindible para defender los intereses de la mayoría.
Tienta imaginar, preguntas mediante, algo parecido a una utopía. Si esta democracia de baja intensidad, tan atacada y tan cuestionada, aún funciona para frenar excesos y corregir rumbos, ¿cuánto mejor estaríamos con una democracia más fuerte, más participativa, más viva en cada rincón de la sociedad? Como en las viñetas —ahora también escenas cinematográficas— del Eternauta, la organización colectiva, la resistencia popular, los liderazgos y los consensos que supimos construir para defendernos en conjunto, aunque no reluzcan por novedosos, siguen siendo nuestras verdaderas armas frente a la tormenta. Lo viejo funciona, diríamos parafraseando a esa ficción. Cuánto mejor sería si “lo nuevo” también acompañara.