El acuerdo comercial con Estados Unidos reaviva la lógica colonial del Pacto Roca–Runciman de 1933, pero bajo nuevas reglas: dólar financiero, alineamiento geopolítico y un Estado que deleita su soberanía económica. Mientras Trump y Milei celebran, la industria local enfrenta una asfixia programada y el país retrocede ocho décadas. La historia, una vez más, se repite como tragedia.

Por Cristian Franco y Esteban Periê

Jueves 27 de noviembre de 2025. El reciente acuerdo comercial entre Estados Unidos y Argentina parece salido de un viejo manual de subordinación económica. No hace falta rebuscar demasiado en los archivos: basta retroceder a 1933, cuando el país firmó el Pacto Roca–Runciman y quedó atado a la voluntad del Imperio Británico. Casi un siglo después, la historia parece repetirse, pero con nuevos protagonistas:
Donald Trump, Javier Milei y el omnipresente Luis “Toto” Caputo, convertido en emisario obediente del Tesoro norteamericano.
El paralelismo histórico no es caprichoso. En 1933, Argentina aceptó un acuerdo comercial que garantizaba a Gran Bretaña precios privilegiados y un negocio redondo. A cambio, el país entregó soberanía económica a niveles escandalosos: liberación de impuestos para productos británicos, prohibición de frigoríficos nacionales, presencia de directores ingleses en el recién creado Banco Central y el control del transporte porteño por parte de corporaciones extranjeras. Un combo de dependencia que culminó con un intento de asesinato al senador Lisandro de la Torre cuando denunció las maniobras del pacto.
Ese episodio —un símbolo de entrega disfrazado de pragmatismo— parece tener hoy su secuela inesperada. El nuevo acuerdo con Estados Unidos reactiva la lógica colonial que tantos costos tuvo para el país. Una vez más, la Argentina aparece en el rol de satélite económico, mientras las decisiones estratégicas se definen en oficinas donde no flamea la bandera celeste y blanca.
La escena adquiere ribetes insólitos: el encargado de anunciar la orientación económica nacional no es el ministro de Economía argentino, sino Scott Bessent, titular del Tesoro norteamericano, quien desde Washington desgrana “recomendaciones”, “metas” y “alineamientos” que rápidamente se transforman en políticas del gobierno de Milei. Una suerte de cadena nacional tercerizada, pero con la bandera de las barras y estrellas como telón de fondo.
La paradoja es evidente. Hace apenas unos años, parte del sistema mediático se rasgaba las vestiduras por las cadenas nacionales de Cristina Fernández de Kirchner, acusándola de “autoritaria” por anunciar medidas destinadas al mercado interno. Hoy, en cambio, esos mismos sectores observan sin escándalo que un funcionario extranjero trace el rumbo económico de la Argentina. Cuando las órdenes vienen del Norte, el republicanismo parece volverse sorprendentemente tolerante.
Las consecuencias del acuerdo también tienen aroma conocido. Especialistas advierten que se trata de una política de sustitución de exportaciones por importaciones, un regreso al viejo esquema primario-exportador que condena a la industria nacional a la lenta asfixia. Sectores como el farmacéutico, metalmecánico, textil, cerámico y manufacturero vuelven a quedar a la intemperie, replicando tragedias ya vistas con Martínez de Hoz en 1976 y con la apertura irrestricta de los años noventa.
En términos históricos, el giro es brutal: un retroceso de ocho décadas, hacia un país preperonista estructurado para vender materias primas baratas y comprar manufacturas caras. La receta perfecta para garantizar dependencia, desindustrialización y desigualdad.
El gobierno celebra el acuerdo como si se tratara del ingreso al Primer Mundo. Pero basta repasar el Roca–Runciman para recordar que las entregas, cuando se maquillan de modernización, suelen dejar cicatrices profundas. La historia es clara: cada vez que la Argentina cedió soberanía económica, terminó pagando un precio alto.
La pregunta, entonces, no es si el pacto con Estados Unidos traerá consecuencias. Eso está descontado. La verdadera incógnita es cuánto tiempo llevará desandar esta nueva etapa de subordinación y cuánto quedará en pie del aparato productivo cuando el experimento Milei-Trump termine de pasar por encima de la economía real.