El deterioro económico, por sí solo, ya no organiza mayorías, reflexiona el autor de este artículo de opinión. Esperar que el ajuste «pase factura» de manera automática es un error de lectura que se repite con consecuencias cada vez más costosas. Tener razón no construye poder si no hay una narrativa capaz de traducir el malestar en horizonte. La denuncia permanente no convoca: agota, concluye.

Por Jorge Víctor Ríos

Miércoles 17 de diciembre de 2025. Existe una máxima en el manual clásico de la política argentina que hoy está en suspenso: la idea de que la crisis económica erosiona fatalmente a los gobiernos. Aunque el 49,7% del país admite que su situación económica empeoró, el oficialismo mantiene una estabilidad notable, sin estallidos ni fugas masivas de apoyo. El informe de diciembre de Zuban Córdoba ilustra esta anomalía: la Argentina cierra 2025 partida en una fractura casi matemática entre quienes aprueban (48,5%) y quienes desaprueban (51%) la gestión de Javier Milei. Esa aparente paridad estadística, sin embargo, oculta una asimetría decisiva para entender la supervivencia libertaria: la naturaleza de los apoyos parece ser cualitativamente distinta.
La desaprobación es material y experiencial (salarios licuados, consumo retraído, la heladera vacía). La aprobación, en cambio, sugiere un vínculo más identitario y simbólico: se sostiene bastante menos por éxitos de gestión que por la potencia del rechazo a «lo anterior». Es un voto de trinchera que blinda al gobierno porque una parte de su electorado no lo evalúa por resultados, sino por antagonismo. Ese blindaje se ve reforzado por dos vacíos concurrentes. El primero es el de representación: el 53,1% de la sociedad considera que el peronismo ya no representa el mapa social argentino. Se abre el interrogante de si estamos ante un mero antiperonismo electoral, o si más bien se trata de la obsolescencia de una gramática política. Frente a ese vacío, al oficialismo le alcanza con ocupar el espacio: no necesita convencer si no hay alternativa creíble.
El segundo vacío podría interpretarse como ético, o más precisamente, como una fatiga ética. El 56,7% percibe que hoy existe mayor predisposición a «mirar para otro lado» frente a la corrupción oficial. ¿Esto describe una sociedad amoral o un desplazamiento de prioridades? Una lectura posible es que la demanda de pureza institucional estaría perdiendo peso frente a la promesa de orden, castigo o revancha simbólica. ¿Pasamos de la condena moral a la tolerancia selectiva? Los datos sugieren no una absolución republicana, sino lo que podría ser un repliegue del juicio moral y erosión del compromiso democrático cuando la política se vive como ajuste de cuentas.
El experimento, sin embargo, encuentra límites tangibles. El primero es cultural y desafía el dogma libertario. Frente al ruido ideológico, el 84,2% apoya la vacunación y el 78% su obligatoriedad. La salud pública en la Argentina no es una «política socialista»; es un pacto histórico de cuidado colectivo. No todo consenso es dinamitable sin costo, y forzar esa ruptura por dogmatismo ideológico es un error no forzado que puede erosionar la base identitaria más rápido que la propia economía.
El segundo límite es territorial y se observa con claridad desde nuestra tierra colorada. Misiones funciona como una zona de relativa amortiguación política donde conviven la alta dependencia de Nación, una economía de frontera permanentemente tensionada y el pragmatismo del llamado misionerismo, que privilegia la gestión por sobre la ideología. En ese contexto, el ajuste nacional golpea el tejido social, mientras la política provincialista busca administrar el daño para garantizar gobernabilidad. Ese equilibrio, sin embargo, es delicado. Si el deterioro nacional se vuelve estructural y los recursos se cortan, el margen del pragmatismo se le estrecha peligrosamente al oficialismo provincial. Aquí también, la hazaña del gobierno nacional (sea o no mérito propio), es no pagar -aún- el precio del deterioro material de las grandes mayorías, sobre todo las clases medias, tal como lo demuestran los resultados de las últimas elecciones.
Más allá de la coyuntura económica o provincial, el dato más inquietante del informe es cultural. El 75,9% de la sociedad (especialmente entre los jóvenes) percibe la democracia como un bien ya adquirido, no como una conquista que deba defenderse. Esto podría sugerir que la democracia se ha commoditizado: se vive como un servicio transaccional. Si funciona, se usa; si falla, se descarta. Esta interpretación es consistente con una Misiones joven, digitalizada y precarizada, donde este desencanto parece ser un caldo de cultivo ideal para discursos que prometan «eficiencia» a cambio de derechos.
La paradoja del empobrecimiento tolerado deja, además, una enseñanza incómoda para quienes se piensan como oposición. El deterioro económico, por sí solo, ya no organiza mayorías. Esperar que el ajuste «pase factura» automáticamente es un error de lectura que se repite con consecuencias cada vez más costosas. Tener razón no construye poder si no hay una narrativa capaz de traducir el malestar en horizonte. La denuncia permanente no convoca: agota.
Romper la trampa del moralismo es un primer paso. Señalar abusos es necesario, pero insuficiente cuando amplios sectores toleran el deterioro porque no ven alternativa. La oposición que quiere ampliar debe explicar -no solo condenar- cómo el ajuste impacta en la vida cotidiana misionera (empleo, comercio de frontera, educación, salud) y, sobre todo, por qué ese impacto no es inevitable. Disputar el sentido del pragmatismo es el segundo paso. En Misiones, la gobernabilidad se valora; ignorarlo sería suicida. Pero gobernabilidad no es silencio ni neutralidad. Decir «no» también puede ser un acto de cuidado si se explica con claridad qué se protege y a quién.
Por lo visto, hay además una tarea urgente con las nuevas generaciones. Jóvenes precarizados, hiperconectados y descreídos no se movilizan con liturgias del pasado ni con promesas vagas. La democracia debe defenderse como condición para una vida vivible, no como abstracción. Cuando la política no mejora la vida, la democracia se vuelve prescindible.
Por último, se revela conveniente abandonar la fantasía del colapso inminente. Los datos muestran que los gobiernos pueden sostenerse incluso empobreciendo si logran organizar identidades y antagonismos. Frente a eso, la oposición debe dejar de esperar el error ajeno y empezar a construir densidad propia: cuadros, propuestas, territorialidad y escucha real. En Misiones, esa cercanía sigue siendo una ventaja: la política todavía tiene rostro y vínculo directo. Escuchar como método (no como gesto) y traducir demandas dispersas en relatos compartidos es parte del trabajo pendiente.
La paradoja del empobrecimiento tolerado enseña una lección final: la política no muere cuando empobrece; muere cuando deja de ofrecer sentido. Una oposición inteligente en Misiones no debería limitarse a administrar el descontento. Debería animarse a transformarlo en proyecto, con anclaje territorial y vocación democrática. Porque si no lo hace, otros lo harán. Y no necesariamente en clave democrática.