Defender a los más débiles no es simplemente una cuestión de altruismo o solidaridad; es una exigencia ética y moral que refleja la capacidad de una sociedad para reconocer y valorar la dignidad intrínseca de cada individuo. En un mundo marcado por la competitividad y la búsqueda constante de beneficios, es imperativo reafirmar el papel central del Estado como garante de justicia social y como baluarte frente a las injusticias estructurales que amenazan con perpetuar la desigualdad y el sometimiento de los sectores más vulnerables.

Miércoles 24 de abril de 2024. No vamos a ponernos a analizar cómo llegamos hasta acá, pero lo cierto es que en el tejido social contemporáneo, nos encontramos inmersos en una compleja red de poderes económicos que, a menudo, colisionan entre sí en la búsqueda de la supremacía financiera. Este intrincado entramado, caracterizado por una competencia feroz y una búsqueda constante de maximización de beneficios, puede convertirse en un escenario hostil para aquellos sectores de la población que, por diversas circunstancias, se encuentran en una posición de vulnerabilidad.
Desde la perspectiva sociológica, la desigualdad social es una manifestación palpable de las dinámicas de poder que operan en nuestra sociedad. Pierre Bourdieu, uno de los sociólogos más influyentes del siglo XX, sostuvo que las estructuras sociales perpetúan las desigualdades a través de la acumulación de capital cultural, social y económico. En este sentido, los grupos más desfavorecidos se ven atrapados en un ciclo perpetuo de marginación y exclusión, enfrentando barreras sistemáticas que limitan su acceso a oportunidades y recursos.
También la antropología brinda herramientas conceptuales para entender cómo las culturas y las estructuras simbólicas influyen en la configuración de las relaciones de poder. Clifford Geertz, un destacado antropólogo, argumentó que la cultura actúa como un sistema de símbolos que da sentido al mundo y guía el comportamiento humano. En este contexto, las narrativas dominantes promovidas por los poderes económicos pueden moldear percepciones y valores, legitimando prácticas que perpetúan la opresión de los sectores más vulnerables.
La presencia activa y reguladora del Estado emerge, entonces, como un factor crucial para contrarrestar las fuerzas desestabilizadoras del mercado y garantizar un mínimo de equidad y equilibrio social. Max Weber, otro pilar de la sociología, conceptualizó al Estado como la entidad que detenta el monopolio legítimo de la violencia y tiene la responsabilidad de velar por el bienestar colectivo. En este sentido, el Estado debe actuar como un mediador imparcial que protege los derechos de los más débiles y promueve políticas inclusivas que fomenten la igualdad de oportunidades.
Defender a los más débiles no es simplemente una cuestión de altruismo o solidaridad; es una exigencia ética y moral que refleja la capacidad de una sociedad para reconocer y valorar la dignidad intrínseca de cada individuo. En un mundo marcado por la competitividad y la búsqueda constante de beneficios, es imperativo reafirmar el papel central del Estado como garante de justicia social y como baluarte frente a las injusticias estructurales que amenazan con perpetuar la desigualdad y el sometimiento de los sectores más vulnerables.
No son ideas sueltas ni puro posicionamiento caprichoso: la defensa de los más débiles requiere un compromiso colectivo para transformar las estructuras sociales y económicas que perpetúan la desigualdad.
Esa desigualdad que todos conocemos.
Es fundamental, entonces, reconocer la importancia de fortalecer las instituciones estatales y promover políticas públicas orientadas a la inclusión y el bienestar común. Solo a través de un esfuerzo conjunto y una visión solidaria podemos construir una sociedad más justa, más equitativa, más humana.
Sociedad que por estos tiempos, no percibimos.