Que un gobierno pierda (o gane) elecciones es un signo de vitalidad democrática. Que los periodistas se dediquen a escribirle un plan de salvación en lugar de analizar objetivamente (si, aún con las limitaciones que tiene la objetividad) las causas de ese rechazo masivo, es un signo de la profunda crisis de un sector que sigue confundiendo su rol. El pueblo no necesita que le expliquen cómo el poder puede recomponerse. Necesita un periodismo que, con valentía, celebre y profundice el poder que ese pueblo acaba de ejercer.

Por Raúl Puentes

Viernes 11 de septiembre de 2025. Desde el lunes temprano, la escena mediática nacional y también la de Posadas se inundó de análisis, gráficos, opiniones (¿?) y paneles interminables diseccionando los resultados de las elecciones del domingo en la provincia de Buenos Aires. Sin embargo, tras el humo de los porcentajes y la retórica de la “lectura de resultados” -ponele-, se esconde un fenómeno preocupante: la transformación del análisis periodístico en un manual de defensa para un gobierno herido. Lejos de un análisis en clave de resultados, lo que predomina es un diagnóstico en clave de consejería política, un intento por corregir el rumbo de un proyecto que la ciudadanía empezó a rechazar en las urnas. Escucho a los colegas y disparan análisis en formato de consejos para que el Gobierno corrija el rumbo y continúe con su política de exclusión.
No se analiza el resultado como una expresión democrática de descontento hacia una gestión caracterizada por medidas de ultraderecha de formato cruel, recortes brutales a los sectores más vulnerables, beneficio para los poderosos, y una nube de denuncias por corrupción que nunca se disipan. Por el contrario, el relato predominante que llevan adelante los «colegas» es el de una “derrota evitable”. El eje de la conversación no es “el pueblo eligió un camino diferente”, sino “el Gobierno cometió estos errores tácticos”.
Los titulares y los que se perciben especialistas en política parecen susurrar al oído del poder: “No fueron lo suficientemente duros aquí,” “Se equivocaron en el mensaje,” “Falta de cohesión en la interna”. Este enfoque no es neutral. Es profundamente político. Revela una posición de campo: su preocupación no es interpretar la voluntad popular, sino diagnosticar los fallos técnicos de su equipo preferido para que se ajuste, mejore su estrategia y, en definitiva, se perpetúe en el poder. O lo que sería peor, repudiar y aniquilar a los espacios populistas, es decir, a los espacios que tienen al peublo en el centro de su accionar, según la definición correcta de un término que fue resignificado como adjetivo descalificativo.
Este posicionamiento –me parece– es gravísimo para la salud democrática. La prensa tiene, entre sus funciones esenciales, ser un contrapoder, un espacio de crítica que ilumine los abusos y amplifique la voz de la ciudadanía. Cuando en lugar de ello, los periodistas se convierten en asesores de imagen no remunerados de un gobierno que demostró y demostrará un desprecio por el bienestar general, traicionan su mandato social. ¿Dónde está el análisis que pondera el hambre, la desesperación de quienes perdieron sus programas de asistencia, la rabia ante la impunidad?
Celebrar que la democracia funciona, que el pueblo utiliza las urnas para frenar un proyecto lesivo, parece estar fuera del guión. Es más importante explicar cómo el oficialismo puede “recuperar terreno” que analizar el alivio de una sociedad que ve una esperanza ante tanto desprecio. Esta no es una pulseada partidaria; es la defensa de un modelo de país. Y gran parte del periodismo hegemónico eligió de manera consciente o inconsciente un bando: el de aquellos que quieren perpetuar el modelo que, hasta ahora, solo trajo beneficios para los más poderosos y para los corruptos del sistema, alineados con un hombre que oficia de Presidente y que exhibe crueldad y desequilibrios emocionales y que depositó el rumbos del país en las verdaderas corporaciones y en una hermana ambiciosa, sin capacidad de terminar una frase bien pronunciada, aparentemente corrupta y, sobre todo, que nadie votó.
Que un gobierno pierda (o gane) elecciones es un signo de vitalidad democrática. Que los periodistas se dediquen a escribirle un plan de salvación en lugar de analizar objetivamente (si, aún con las limitaciones que tiene la objetividad) las causas de ese rechazo masivo, es un signo de la profunda crisis de un sector que sigue confundiendo su rol. El pueblo no necesita que le expliquen cómo el poder puede recomponerse. Necesita un periodismo que, con valentía, celebre y profundice el poder que ese pueblo acaba de ejercer.
Además, claro, la actitud espejo de los periodistas que festejan el «triunfo» del peronismo, también muestra que pierden la perspectiva. Ya dijimos en Plural que no es el pueblo el que gana o pierde en una elección, sino que el pueblo se pronuncia.
Me recuerdo a mí, y a los que llegaron hasta estas últimas líneas, que el periodismo solo debe, a modo de resumen grotesco: «mirar y contar». Nada más.