El licenciado en Psicología Nicolás Andorno analizó el impacto de la tecnología en la salud mental, argumentando que las pantallas personales reemplazaron la experiencia compartida, debilitando los lazos humanos esenciales y reconfigurando la necesidad de ser vistos y validados. El análisis en Plural cerró con una imagen potente: «en lugar de preguntarle a un amigo cómo está, hoy le compartimos un reel. Un pequeño gesto que simboliza una enorme distancia, invitándonos a reflexionar sobre el verdadero precio de la conexión digital y la urgente necesidad de reconectar con la mirada humana, simple y directa».
Sábado 22 de noviembre de 2025. En un mundo hiperconectado, paradójicamente, la sensación de aislamiento no deja de crecer. Esta es la premisa que presentó el licenciado en Psicología, Nicolás Andorno, en su columna de Plural, donde planteó que el avance de las tecnologías y la omnipresencia de las pantallas individuales están generando una crisis en la «existencia humana» tal como la conocemos, al socavar un pilar fundamental de nuestra constitución psíquica: el reconocimiento del otro.
Andorno mostró una clara diferencia entre el pasado y el presente. «Antes, la pantalla era el televisor y era una pantalla compartida», recordó. Aquel contenido audiovisual, aunque criticado por «embobar», facilitaba un espacio común. «La comunicación fluía entre todos los espectadores (…) Siempre había algún gesto o alguna cuestión que acompañaba esa proyección y promovía el intercambio».
En la actualidad, en cambio, «cada uno está en su pantalla». Esta individualización de la experiencia, sostuvo el licenciado, rompe con la lógica del intercambio cara a cara, donde el ser humano se constituye. «Nosotros nos constituimos a partir del reconocimiento de los demás (…) La idea que tenemos acerca de sí mismos surge un poco tomando a los demás como espejos».
Andorno puso el foco en el término «reconocimiento», un concepto que, citando al filósofo Alexander Cyev y su «Dialéctica del amo y del esclavo», definió como una lucha humana fundamental. «Mi deseo no tiene que ver con cosas, sino que tiene que ver con que vos me desees, con que vos me reconozcas y me mires», explicó. Este feedback afectivo es un «alimento vital» que nos define y nos brinda energía.
Sin embargo, las pantallas y las redes sociales canalizaron esta necesidad hacia un nuevo paradigma. «La misma tecnología va reconociendo esta necesidad humana y propone otras formas de reconocimiento, pero ahora a través de las apps», señaló. Este nuevo reconocimiento es condicional: se obtiene «jugando las reglas que te imponen los algoritmos», persiguiendo la ilusión de convertirse en influencer para acceder a «dinero, viajes, reconocimiento, fama».
El análisis se volvió tangible al abordar cómo esta dinámica afecta incluso nuestros encuentros presenciales. Andorno, secundado por una observación del entrevistador, describió el fenómeno actual en reuniones y fiestas: «Hoy se posa, hoy se detiene absolutamente todo: tenés que hacer la actuación (el acting) de quedarte quieto para la foto, para las redes, y después continúa la vida».
«Pareciera que es más importante si se transmite, si está en la pantalla, que el hecho de cortar la torta o servir el asado de manera genuina», reflexionaron. Con un capítulo de la serie Black Mirror (en Netflix) ejemplificó cómo las experiencias parecen no cobrar existencia real si no son validadas digitalmente. «El otro reconocimiento que me daban los vínculos presenciales ya queda desvalorizado (…) Hoy lo que vale, vuelvo a repetir, son los likes, los ‘me gusta’».
Pero… ¿A qué conduce este reemplazo? Andorno fue contundente: a un juego con «reglas ajenas» y «fines mercantilistas». La virtualidad, argumentó, es más cómoda que la presencialidad. «El algoritmo (…) te ofrece lo que uno quiere ver o escuchar», creando una burbuja donde la «fantasía siempre va a ser mucho más interesante que la realidad».
Por el contrario, el encuentro real con el otro es «más incómodo» porque nos enfrenta a la «otredad», a opiniones diferentes que requieren empatía y esfuerzo. Este alejamiento de lo genuinamente humano tiene un costo. Andorno lo vinculó directamente al aumento de patologías como la depresión y las conductas suicidas.
Frente a esto, propuso recuperar la esencia de la práctica psicológica, citando a Freud: un pasaje «de la metáfora del ver a la metáfora del escuchar». En lugar de solo consumir contenido sobre el malestar, es crucial «comprometerse: darle a esa persona un lugar, decirle ‘¿qué te pasa?, ¿cómo te sentís?’».
El análisis de Andorno cierra con una imagen potente: en lugar de preguntarle a un amigo cómo está, hoy le compartimos un reel. Un pequeño gesto que simboliza una enorme distancia, invitándonos a reflexionar sobre el verdadero precio de la conexión digital y la urgente necesidad de reconectar con la mirada humana, simple y directa.
Nicolás Andorno en Plural

—El poder de las pantallas.
—Lo primero que quería plantear es que las pantallas fomentan el aislamiento. Esto es una de las principales consecuencias del avance de las tecnologías. Hace que cada uno esté en su pantalla. Por ahí, a diferencia de lo que era antes, donde la pantalla era el televisor y era una pantalla compartida, ya se venía criticando esta cuestión de cómo el televisor nos embobaba frente a un contenido audiovisual, pero de alguna manera ese contenido visual era compartido. La comunicación fluía entre todos los espectadores de esa misma pantalla. Siempre había algún gesto o alguna cuestión que acompañaba esa proyección y promovía el intercambio entre las personas. Hoy por hoy, cada uno está en su pantalla. Los contenidos no se comparten, no fluyen, y la comunicación es directamente del sujeto con la tecnología. Esta cuestión del aislamiento que promueve el avance de la virtualidad y los contenidos audiovisuales pone en crisis a la propia existencia humana, porque de alguna manera nosotros nos constituimos a partir del reconocimiento de los demás, a partir del intercambio y de la mirada que tenemos de los demás. La idea que tenemos acerca de sí mismos surge un poco tomando a los demás como espejos. Donde el otro me reconoce, me mira, y todo lo que yo logro tiene sentido en algún punto a partir de que soy mirado por alguien que me significa, que me reconoce. Entonces, las pantallas vienen a romper esa lógica, porque en algún punto no promueven esos intercambios que llevan a lo que es el reconocimiento humano. El centro de la escena, que me gustaría destacar dentro de los obstáculos que genera este avance de las pantallas sobre la salud mental de las personas, es el término “reconocimiento”. De hecho, hay un libro de un filósofo francés que se llama Alexandre Kojève, que se llama La Dialéctica del Amo y del Esclavo, y está muy bueno porque plantea cómo la lucha por el reconocimiento es una lucha a muerte. Donde mi deseo no tiene que ver con cosas, sino que tiene que ver con que vos me desees, con que vos me reconozcas y me mires, y a partir de allí uno se reconoce a sí mismo. Entonces, si alguien me dice “che, qué interesante lo que vos dijiste”, yo me voy a sentir alguien interesante, digamos, como una ida y vuelta. Porque todos los seres humanos necesitamos este reconocimiento, y termina siendo como un alimento vital, un alimento afectivo que nos brinda energía para enfrentar el día a día. Pero sobre todo nos brinda energía porque nos posiciona y nos define quiénes somos. Uno se define a partir de los demás. La cuestión del reconocimiento es fundamental. Por un lado, el avance de las pantallas promueve el aislamiento, coarta las posibilidades de reconocimiento, y la misma tecnología va reconociendo esta necesidad humana y propone otras formas de reconocimiento, pero ahora a través de las apps, a través de las redes sociales. Vamos a decir: un reconocimiento que se obtiene a partir de que uno tiene que jugar las reglas que te imponen los algoritmos. Entonces, uno de alguna manera va obteniendo ese reconocimiento en la medida en que va creando, vendiendo o consumiendo contenidos digitales, con la ilusión de que en algún momento tengamos miles de seguidores, nos transformemos en influencers. Esto sería como el podio más deseado. Porque esto nos permitiría acceder a dinero, viajes, reconocimiento, fama, levante, ahorro de trabajo rutinario y sacrificado, etcétera. Antes, el reconocimiento venía de parte de los vínculos. Pero esto, de alguna manera, se va cayendo porque cada uno está en la suya, ocupado por cuestiones de supervivencia o creando capitales digitales y virtuales. Vamos siendo ensimismados en nuestros propios mundos virtuales. Estos vínculos presenciales, familiares, amistosos o de pareja no es que desaparecen, sino que de alguna manera van perdiendo valor porque no se presentan como personas que te van a dar likes. Ese reconocimiento que uno tiene en la realidad, en la cotidianidad —no sé, en una cena o en un encuentro dentro de la casa— no tiene trascendencia porque el mundo no lo ve. Ese “me gusta lo que dijiste” o “qué interesante esto que planteás” o “qué bien que te queda ese flequillo” pasa desapercibido. Si yo no lo subo en una historia, en un reel o en forma de contenido, el mundo no se entera. Entonces, no voy a obtener ese bendito reconocimiento que tanto necesito para vivir.
—Te hago un paréntesis antes de que vayas más adelante. Por ahí va por ese tema también. Veo, observo, en las fiestas, en las reuniones, en un cumpleaños, en un asado, cómo la fotografía para las redes hoy ocupa un lugar central. Antes, cuando éramos adolescentes, se hacía la foto si había una cámara, pero la foto acompañaba el momento. Vos estabas cortando la torta y alguien sacaba la foto. Hoy se posa, hoy se detiene absolutamente todo: tenés que hacer el acting de quedarte quieto para la foto, para las redes, y después continúa la vida, la diversión o lo que sea. «Momento foto». Pareciera que es más importante si se transmite, si está en la pantalla, si está en las redes sociales, que el hecho de cortar la torta o servir el asado de manera genuina. Es una observación.
—Totalmente. De hecho, hay un capítulo de la serie Black Mirror que se llama Caída en Picada, que pone esto de un modo descarnado. Lo expone al punto de que, en un momento, la protagonista pide un café y se lo traen con una galletita; ella muerde la galletita para que en la foto salga la galletita mordida arriba del café decorado, pero después no come la galletita. Porque, de alguna manera, todo lo que hacemos, si no pasa por el reconocimiento del mundo, entonces no existe, no cobra existencia. Es más importante ese reconocimiento que me ofrecen las apps, porque el otro reconocimiento que me daban los vínculos presenciales ya queda desvalorizado, se va cayendo. Hoy lo que vale, vuelvo a repetir, son los likes, los “me gusta”, los “me encanta”.
—Esto que planteás, digamos, ¿trae alguna consecuencia? ¿O bueno, es así, está todo bien y por qué no seguir esta ruta, este camino? ¿O tiene impacto, tiene consecuencias?
—Lo que pasa es que uno está jugando un juego ajeno. Está jugando con reglas ajenas, y en el fondo esas reglas tienen fines mercantilistas. Un poco como los días del amigo, el día de San Valentín, el Oktoberfest… fechas que de alguna manera proponen o prometen encuentros humanos y que en realidad lo que terminan persiguiendo son momentos de consumo. Donde uno, a veces, en esos mismos eventos del día de San Valentín o el Día del Amigo, está con la pantalla sacando una foto de una pizza, una cerveza o alguna comida, porque de alguna manera esa escena audiovisual que se muestra como contenido viene a vender un momento donde pasan cosas bonitas que a veces no siempre pasan. Entonces, ese reemplazo del reconocimiento de los vínculos por el reconocimiento digital es lo que, de alguna manera, pone en crisis a la propia existencia y a la propia idea del uno mismo. La cultura del audiovisual reemplaza un poco la cultura presencial porque es más cómoda. La virtualidad y sus algoritmos te ofrecen lo que uno quiere ver o escuchar. Y este registro, el algoritmo lo tiene en función de cuántos segundos te detenés a ver un videíto, de cuántos segundos colgás con ese video antes de pasar al siguiente. El algoritmo interpreta que eso te interesa. Entonces, a partir de ahí, te va a empezar a enchufar, a mostrar siempre lo mismo: millones de videítos similares o con la misma temática, porque la idea es tenerte conectado, tenerte aislado. Porque, de alguna manera, entiendo que así se promueve mejor el consumo.
—Siempre el fin es el capitalismo, ¿no? Siempre es el consumo…
—Por supuesto. El fin es el consumo, y lo que se vende es: “te hago la vida más fácil y más cómoda, te ofrezco algo más cómodo”. ¿Por qué? Porque la presencialidad o el encuentro con el otro es más incómodo, crea desafíos que la virtualidad no. La virtualidad me muestra cosas que yo quiero. Es como que alguien viene y me dice lo que yo quiero escuchar. Me muestra lo que yo quiero ver. En cambio, en la presencialidad, yo me la tengo que ver con la otredad del otro, es decir, con su rasgo distintivo, con lo que el otro es diferente a mí: con la opinión del otro, con lo que al otro le parece. Y de alguna manera yo tengo que empatizar, tengo que hacer el esfuerzo de empatizar con eso, y por ahí lo que el otro trae no es lo que yo entiendo, lo que a mí me parece. Entonces tengo que buscar la forma de llevar eso a una discusión, y esto es engorroso, es más costoso. Vuelvo a repetir: el contenido virtual se muestra de un modo más cómodo y más accesible, si se quiere. Y en estas cuestiones, siempre la fantasía es más genial que la realidad. Digo, hay un meme: expectativa versus realidad. la fantasía siempre va a ser mucho más interesante que la realidad, al punto de que en esta fantasía, lo que se ve, esa fantasía, es la que se ve engordada a partir de estos contenidos. Porque todos los contenidos audiovisuales que nos encontramos en las redes sociales más conocidas son contenidos que, de alguna manera, te convocan a algo que tiene que ver con vos. Es como que vos estás en ese contenido. Vemos a alguien con un perrito recién nacido, y yo tengo perritos recién nacidos que estoy acariciando. Vemos a alguien alimentando un carpincho, y parece ser que yo estoy alimentando al carpincho. Entonces, nos llenamos de información que no está atravesada por la experiencia.
—Pregunta que no puedo dejar pasar con lo que acabás de decir: ¿cómo entra la sexualidad?
—Bueno, la gente tiende a mostrar lo que es preciado, lo que entiende que es preciado. Entonces, van mostrando lo que se consume. Vuelvo: este reconocimiento se obtiene en la medida en que yo puedo crear un contenido, puedo vender o puedo consumir un contenido que es deseado. Lo deseado no lo elige uno, lo deseado te lo impone el algoritmo. Entonces, todos mostramos cosas que entendemos que son preciadas, y cuanto más estamos en esta cuestión de mostrar lo que entendemos que es preciado, menos nos preguntamos o replanteamos por qué eso es lo preciado. Esto que es preciado, esto que genera más likes, no queda interpelado por nosotros. ¿Por qué? Porque estamos atrás de crear ese contenido que es agradable a los demás. Entonces, a todos nos parece muy natural que lo preciado sea una buena figura o, no sé, una abundancia capitalista, ese tipo de cuestiones. Y lo que pasa en Palestina pasa a segundo plano, porque al algoritmo eso no le interesa. En este sentido, voy a citar nuevamente a Freud, porque Freud un poco intentó cambiar ese paradigma durante todo el siglo XX. Justamente, él proponía un pasaje de la metáfora del ver a la metáfora del escuchar. Mientras en ese momento todos los profesionales de la salud estaban pendientes de qué tiene el sujeto, qué es lo que falla, cuál es el síntoma o la enfermedad, Freud se propone, en vez de ver, escuchar. Es decir: ¿por qué el sujeto tiene este síntoma? ¿Qué le pasa a la persona? Involucrarse. Y cuando Freud interpelaba acerca de qué le pasaba a la persona —más allá del “qué”, sino del “por qué” le pasa eso o por qué sostiene algo que le genera sufrimiento—, lo que hacía era un reconocimiento del otro. Era: “sentémonos a charlar, contame qué te pasa”. Lo miraba a los ojos, le prestaba atención, que es un poco lo que hacemos los psicólogos: brindarle al otro reconocimiento, un reconocimiento en el cual el otro pueda ocupar un lugar en nosotros, porque lo estamos escuchando y le estamos prestando atención. Pero además, donde su parecer tiene cabida, donde él tiene cabida. Entonces, darle un reconocimiento al otro lo constituye y fortalece su identidad, su propio yo. Claro, que es lo que le va a dar fuerza suficiente como para salir del embrollo en el que está. Lo que se muestra en el contenido audiovisual, en algún punto, parece como el truco del mago. Donde todos nos quedamos fascinados con el truco del mago, pero en realidad, para entender el truco, hay que prestarle atención al mago, hay que ver qué hace con las manos, cuál es su movimiento. Y esto es un poco una metáfora de lo que pasa socialmente. Si nosotros queremos entender por qué hay tanta gente con depresión, con suicidios y demás, en vez de ver tanto el qué y reducir el fenómeno del suicidio, por ejemplo, a un contenido audiovisual o una charla de autoayuda, lo que hay que hacer es comprometerse: darle a esa persona un lugar, decirle “bueno, ¿qué te pasa?, ¿cómo te sentís?, ¿cómo llegás a esto?, te entiendo”, ese tipo de cuestiones.
—Y las pantallas te alejan de ese camino, y eso va teniendo estas consecuencias: depresión, suicidios, enfermedades…
—Muchas de las comunicaciones que generamos hoy con nuestros amigos, en vez de preguntarle cómo está, consisten en compartirle reels que nos parecieron divertidos.
