Milei, la “mandrilización” y la erótica del castigo.
Por Jorge Víctor Ríos (*)
Jueves 11 de diciembre de 2025. Hay un punto de inflexión donde la política dejó de ser gestión de lo público para convertirse en administración de la crueldad. El uso recurrente del término “mandriles” por parte del presidente Milei marca ese umbral. No estamos ante un simple exabrupto vernáculo ni ante una curiosidad zoológica: estamos ante un dispositivo biopolítico. Una señal de alerta de que el nuevo liderazgo no busca derrotar argumentos, sino disciplinar cuerpos.
La política contemporánea, en manos de estas nuevas derechas autoritarias, mutó. Ya no es el arte de la persuasión, sino el arte de la humillación pública. Y no cualquier humillación: una humillación sexualizada, diseñada para reducir al adversario de «sujeto de derecho» a «objeto de goce sádico».
Cuando el Presidente convierte a la oposición en “mandriles”, no polemiza. Ejecuta una operación mucho más arcaica y eficaz: sexualiza al enemigo para volverlo «destruible» ante los ojos de la tribu.
Veamos entonces la metáfora del «mandril» que va del zoológico a la violación simbólica. En biología, el mandril se distingue por la coloración de sus glúteos. Pero en la semiosfera libertaria, la referencia no es naturalista: es pornográfica. Milei no elige al mandril por su fuerza o su colmillo, sino por el culo.
Al llamar “mandriles” a los opositores, el discurso oficial activa una imagen elíptica pero brutal: la de la apertura forzada.
Conecta directamente con la matriz cultural del machismo rioplatense, resumida en el código del «la tienen adentro». En esta gramática del poder, el adversario es aquel que fue sometido y exhibido. El color rojo no es jerarquía natural; es el estigma de una violación simbólica reciente en el imaginario colectivo.
Es la fantasía de dominación heteronormada por excelencia: aquella que confunde poder con la capacidad de someter cuerpos. El “mandril” es el despojo corporal que queda después de que el poder le pasó por encima. No es un insulto casual; es la celebración pública de una capacidad de daño. La política reducida a la posibilidad de dilatar el cuerpo del otro hasta volverlo ridículo.
En esta derecha de marras, la erótica del castigo de Milei, Bolsonaro, Trump y Bukele, tienen la misma matriz. Aunque los estilos difieran, comparten un núcleo común: la política como escenografía sexual de dominación.
Bolsonaro convierte la virilidad en atributo estatal. Sus insultos (“boiola”, “viadinho”) construyen un universo binario donde la autoridad se define por la posibilidad de feminizar al otro. No discute políticas: discute posiciones en una cama imaginaria.
Trump refina el dispositivo desde el puritanismo. La operación es clínica: transforma la política en un juicio de moralidad sexual. No expone cuerpos, expone reputaciones (el enemigo es sucio, turbio, creepy). Un pecador sin derecho a gobernar a los justos.
Bukele llevó el modelo al paroxismo visual. Las imágenes oficiales de las cárceles (cuerpos arrodillados, torsos desnudos, disciplina muscular bajo vigilancia) componen un teatro pornográfico del poder. El Estado exhibe la carne del enemigo como mensaje pedagógico: “Aquí mando yo. Y tu cuerpo me pertenece”.
Milei no llega a esos extremos visuales, pero hereda la matriz completa: animaliza como Bolsonaro, moraliza como Trump y celebra la vulnerabilidad del sometido como Bukele. Todo condensado en un meme ferozmente eficaz.
Milei representa, también, síntesis de la crueldad con el goce de la manada. La potencia viral del insulto “mandriles” no está en lo que dice el Presidente, sino en lo que habilita en la ciudadanía.
Hay un goce escópico en la plaza pública digital: el placer culpable de ver al otro siendo destruido. Milei no necesita encarcelar opositores para humillarlos; le basta con reescribir sus cuerpos en clave de zoología sexualizada y entregarlos a las redes para que completen el ritual de devoración.
Y es ahí donde la metáfora deja de ser discurso y empieza a ser régimen.
El problema no es el insulto. El problema es lo que el insulto habilita. Una sociedad que repite la gramática sexual del líder empieza a organizarse como él: jerárquica, disciplinaria, humilladora.
Cuando la ciudadanía internaliza que discutir es perder virilidad, que negociar es “arrodillarse”, o que el escarnio digital es una forma válida de debate, la democracia se convierte en una ficción histérica sostenida por testosterona verbal.
Por eso, preguntarse si todo esto tiene relación con el incremento en los femicidios y los crímenes de odio contra la población LGBTIQ+ (como el que estamos presenciando en Argentina desde el inicio del gobierno de Milei) no es ingenuo; es urgente.
La violencia simbólica que baja del atril legitima la violencia física en la calle. Lo que el líder enuncia como metáfora, el fanático lo ejecuta como mandato.
Ese es el corazón de la erosión democrática contemporánea: no la falta de ideas, sino la imposibilidad de hablar porque hablamos desde el cuerpo equivocado.
Romper el manual de la crueldad
No nos confundamos: lo que estamos viendo no es improvisación ni excentricidad. Es la ejecución precisa de un capítulo del manual operativo de las nuevas derechas populistas. Un sistema que reemplaza la promesa de movilidad ascendente por la promesa de venganza descendente: si yo no mejoro, al menos vos sufrís.
Frente a esto, el desafío es volver a un principio básico: la política se juega en la palabra, no en la entrepierna; en la razón, no en la zoología; en los argumentos, no en la escenografía sexual del poder.
Desarmar la retórica autoritaria exige exponer su truco más viejo: ellos no discuten políticas porque no pueden ganarlas; discuten cuerpos porque saben humillarlos. La resistencia empieza por negarse a disfrutar del espectáculo de la crueldad y devolverle a la política su lugar: la conversación.
Porque un país que convierte el desacuerdo en humillación sexualizada deja de deliberar y empieza a obedecer. Y esa es la frontera que no podemos cruzar.
—
(*) Licenciado en Comunicación Social
