Este texto escrito entre 2003 y 2005, rescata las particularidades del viaje de El Gran Capitán, desde Buenos Aires a Posadas, que la periodista marplatense Susy Scándali vivió y narró en primera persona. En estos días, varias publicaciones dan cuenta de la eventual vuelta del icónico tren del litoral argentino, que llegaría esta a vez solo hasta Garupá porque la estación Posadas ya no existe más que como punto turístico. De todas maneras, no hay información oficial, más que deseos, de la recuperación de este tramo que salía en cualquier de sus sentidos con mucho retraso y se convertía en un viaje cuya duración no se podía predecir. El tren, El Gran Capitán, es parte de las añoranzas no solo de los misioneros, evidentemente.

“Te recuerdo mientras te espero, Gran Capitán. Volvé pronto. Te quiero”.

Por Susy Scándali

Lunes 15 de agosto de 2022. Sin impaciencia y sin quejas, empiezan a bajar al andén y encienden un cigarrillo o ensillan otra vez el mate, para empezar una nueva vuelta de amargos.
Los pasajeros de “El Gran Capitán”, el tren –inaugurado por Perón, levantado por Menem y recuperado por Kirchner-, que corre desde Buenos Aires a Posadas dos veces por semana, ya saben que las demoras son parte del viaje.
Un viaje que se inicia siempre después de la hora señalada, en un lapso de tiempo tan variable como el que tardará en llegar a destino.
Y que tendrá tantos lapsus -espacios en blanco en medio de las vías, sin aparente ton ni son-, que sumados a las paradas en los pueblos, hacen imposible el recuento. Eso, también -esa incertidumbre-, es parte del viaje.
Si hay algún gesto de impaciencia será de los niños.
Es imposible retenerlos en los asientos. A lo largo de más de treinta horas los padres abandonan los esfuerzos sabiendo que, otros padres, se harán cargo de que los pibes no se larguen por las abiertas puertas de vagón en vagón, en tanto ellos mismos se hacen cargo de los niños ajenos. En definitiva, lo que se logra durante el viaje, es que se conforme una gran familia. Aunque al llegar a Posadas, y tras el saludo final, pocos sepan dónde irá a parar su compañero de travesía o si lo van a volver a ver alguna vez en la vida.
Suena la campana y los pasajeros que esperaban en el andén se apuran a subir. Habrá que esperar todavía largos minutos más a que entre campanada y acelere, el tren se ponga en marcha. Pero finalmente eso sucede y en los vagones todo es una fiesta. Es el momento exacto de comenzar a abrir las canastas, de donde emergen apetitosos olores a milanesa, mortadela, empanadas.
El tren sorprende con la primera parada sin aparente motivo, en medio del picnic. Todavía no salió de la provincia de Buenos Aires, pero allí está, en medio de las vías, esperando quién sabe qué cosa.
A los postres, comienza a moverse nuevamente y esta vez parece que lo hará durante horas. Por lo menos arranca con ganas y el traqueteo es regular, casi veloz.
Apenas los pasajeros comienzan a hacer la digestión, cuando se para nuevamente, quien sabe si en la provincia de Santa Fe (*).
La mayoría, aprovecha la quietud de los vagones para correrse hasta la cocina, donde comprarán a 1,25 el primer termo de agua caliente.
Entre parada y parada, la tarde transcurre sin alteraciones. La charla es obligada y los pasajeros ya conocen el nombre de su vecino de asiento. Con el correr de las horas conocerán también sus actividades, su familia, el destino del viaje, su motivo. Si la noche los sorprende sin sueño, en los antebaños y mientras sigue rodando el mate, también se confesarán sus sueños.
Los grupos se van armando intuitivamente. Hacia el final del viaje, los pares se encontraron inevitablemente. Esa suele ser parte de la magia del “El Gran Capitán”.
En uno de los antebaños, Luis se me acerca aunque no tenga la excusa del cigarrillo, ya que él no fuma.
Tiene el pelo largo y con la barba rubia y los ojos celestes; parece escapado de una estampita. Pantalones de retacitos de diferentes telas -«patchwork», creo que le dicen-, un collar de cuentas -después me entero de que es un rosario africano-, tiene menos de treinta años y más de veinte, es mendocino y hace apenas unos meses hizo una experiencia mística en Uspallata. Fabrica instrumentos de percusión y va a Santo Tomé, desde donde emprenderá un viaje sin destino ni tiempo por Brasil. A los pocos minutos se suma Pablo.
Estéticamente en las antípodas de Luis, está prolijamente vestido, es morocho y tiene el pelo bien cortito. Tiene 21 años, es correntino y vuelve a Mercedes, donde su padre, político, lo espera para que lo acompañe en su actividad familiar, una vez que retome sus estudios de abogacía, que había dejado a los 18 años cuando le agarró una especie de locura por dejar su casa y vivir en Buenos Aires. Allí conoció el hambre y la dignidad de hacer trabajos que hasta ese momento había considerado indignos de un hijo de «buena familia».
Un hombre que viaja con su mujer y dos de sus hijas, se suma a la rueda de mate cuando ya se habían apagado todas las luces del tren, menos la de los baños. No dirá su nombre pero sí que es albañil, que tiene varios hijos más, que una de sus hijas había estado muy enferma pero que por suerte ya se había curado y tenido un bebé y que vivía en Santo Tomé.
Inesperadamente en esa suerte de terapia grupal en la que se transforma el grupo en la noche, siempre mate de por medio, confiesa que su padre era muy rígido y lo había puesto a trabajar con él de albañil desde muy pibe, pero que le hubiera gustado estudiar, algo que fomentó en sus propios hijos.
El último en sumarse al grupo fue Sebastián. Viajaba con su mujer, su bebé, su suegra y su cuñadita a Posadas, desde donde le quedaba un largo trecho a Puerto Esperanza. Allí tiene su casa familiar y viven sus padres, ya ancianos y algunos de sus diecisiete hermanos. «Éramos 19 -dice- pero el año pasado murió una hermana, la que me seguía a mí, después de tener a su bebé». Sebastián tiene 19 años y su mujer 15. Hace un año tuvieron a su hijito, cuando ya estaban en Buenos Aires. «Todo misionero tiene el sueño de vivir en Buenos Aires», afirma. Pero la nostalgia se le adivina en los ojos: «sí, -admite-, tengo ganas de volverme. Se extraña mucho…».
El grupo se deshace en las primeras horas de la madrugada y después de tres termos. En los vagones los más chiquitos ya están callados y duermen en los regazos de sus madres. Los pasajeros buscaron asientos desocupados y fueron improvisando camas usando los bolsos de mano como almohadas.
A las siete en punto -ya hubo varias paradas más-, las luces del techo de los vagones se encienden. Pero los pasajeros siguen durmiendo.
Hasta que estalla un griterío en Paso de los Libres: «café con leche!, chipás!, sanguches!, agua caliente!, tortitas!, facturas!…». El andén es un hervidero de gente ofreciendo comestibles de sabrosos aromas que logran que se despierten, rezongando, los estómagos, ya que no los pasajeros, que se van retrepando en los asientos con los ojos embotados y los pelos parados, sin entender nada.
La parada es suficientemente larga como para que los pasajeros entiendan, descifren los viscerales gruñidos y accionen, asomándose por las ventanillas para comprar los apetitosos productos caseros. Y es suficientemente larga como para que vuelvan a comprar, «por las dudas», como para que los vendedores se queden con las manos vacías y como para que los pasajeros bajen a caminar por el andén, tomando aire fresco. Los chicos comenzaron a despertarse y a correr, primero por los vagones y luego ellos también por el andén.
Suena la campana y otra vez todos arriba, apurados y a preparar nuevos mates. Pablo ya se había bajado y el grupo se rearma sin él, ahora en un asiento largo.
Hacia el mediodía, el tren para en Santo Tomé. Luis se despide con un abrazo y me deja de recuerdo un paquete de sahumerios. Solidario, el albañil que viaja con su familia le indica qué camino debe tomar para cruzar la frontera a Brasil y lo acompaña unas cuadras.
Ahora la expectativa por la llegada va sembrando la impaciencia. «Dicen que vamos a llegar a las cuatro». «Dicen que a las cinco». «Viene atrasado…», se escucha cada vez que para el tren en medio del campo.
Y son muchas las veces que lo hace.
En el vagón el calor ya es insoportable y las escalinatas se transforman en el mejor lugar para tomar aire mientras afuera el paisaje va pasando velozmente dejando atrás cursos de agua, picadas y ranchitos con gurises en las puertas diciendo adiós con las manos alzadas.
La estación Garupá indica que quedan pocos minutos para llegar. En los vagones la actividad es infernal: todo el mundo junta la comida y la ropa que había quedado desparramada en los asientos, calza a los niños que andaban en patas, baja los bolsos de los maleteros. Las mujeres se peinan y se acicalan haciendo equilibrio y los hombres apuran.
Con un quejido final, “El Gran Capitán” frena en la estación de Posadas. Mientras se abrazan con los que esperan, los pasajeros se despiden de sus compañeros de largas horas de viaje. Hay deseos de que «se mejore tu señora» y que «tengas buen regreso», de que «termines los estudios» y que «te salga todo bien», besos para los más chiquitos y muchas manos tendidas.
En cuestión de minutos, todo vuelve a quedar en silencio. Por las calles de Posadas, grupos de mochileros y familias arrastrando bolsos, son la señal de que llegó “El Gran Capitán”. En la esquina de la estación, un diariero le guiña el ojo a una piba doblada bajo el peso de su mochila: «qué viajecito, eh?».
Hace calor, el aire huele a orquídeas y la piba se ríe feliz.

(*) Recurso para describir el desconocimiento del trayecto. El tren une las provincias de Buenos Aires y de Entre Ríos, por el puente Zárate Brazo Largo, sin tocar la provincia de Santa Fe.

Fotografías de El Gran Capitán, tomadas de Internet.