El reconocido dirigente radical, Gustavo Grinspun, publicó una nota en la revista Replanteo en la que toma distancia de las políticas del gobierno nacional y critica la decisión de apelar al FMI. Sostiene que el radicalismo fue el antídoto ideológico, desde la post-guerra, para las autocracias populistas y para las asimetrías sociales tradicionales del neo-liberalismo económico. «Por su condición idiosincrática está llamado, como ningún otro actor relevante en la escena política nacional, a sustraerse al artificio político de la grieta. No puede, ni debe, ser parte de esa dialéctica», enfatiza.

Por Gustavo Grinspun
Nuevamente corren aires de crisis en el país. Son tiempos de volatilidad en los mercados, de incertidumbre económica, de perspectivas gravosas en materia social y de confusión en la política nacional. Son tiempos de fragmentación y de opresiva inmovilidad social; de enfermizo acostumbramiento a la constante conflictividad social. Son tiempos de obscena supremacía de los negocios, de patético agrietamiento político, de degradación de la Justicia.
Y son tiempos de liquidez discursiva y efectismos comunicacionales, que sobrevienen del pasado más reciente, pero que se consolidan en el presente.
Lo que en nuestra historia fue perjudicial para el país se argumenta ahora como beneficioso. Incluso, como lo mejor que nos pudo suceder.
Todo es relativo hoy en el discurso político de la Argentina. Hasta la evidencia. Toda categoría política parece tener una condición intrínseca de carácter parcial, relativista, de verdades subjetivizadas, interesadas. Y además es relativista en el tiempo.
Pero, paradójicamente, es absolutista en su condición. Se presenta como alternativa única al caos, y a éste se lo muestra como ajeno a los efectos de la propia gestión política gubernamental. Se exalta hipócritamente el valor de la verdad y se consagran verdades pasatistas, posiciones cambiantes bajo cualquier pretexto de contexto, según acomode.
Pero la realidad es irremisible y refractaria a la dialéctica del marketing político. Las recientes corridas cambiarias fueron la evidencia de mercado de que el plan económico del gobierno fracasó. Sin embargo, su reacción, en lugar de generar un giro en la orientación de las políticas fallidas y convocar a la contribución de todos los factores nacionales en su diseño, se ha orientado a solicitar el apoyo del FMI para ratificarlas. Se ha vuelto a apelar a una lógica perversa por la que ante los numerosos problemas de consistencia macroeconómica experimentados (de los que dimos cuenta en esta Tribuna) se aplica como solución irreflexiva el axioma de “más de lo mismo, más rápido y más profundo”.
Volver a las recetas del FMI es grave y frustrante. Es grave porque evidencia una reacción de fuga política hacia adelante ante la responsabilidad requerida de asumir las derivaciones del fracaso de la política económica.
Y porque evidencia la incapacidad de asumir la conducción de la necesaria corrección al programa, de manera más autónoma, participativa y soberana.
En especial teniendo en cuenta que, a diferencia de experiencias pasadas, no enfrentábamos una crisis de reservas, ni una crisis de pagos, ni de perfil de deuda pública o externa, más allá de la peligrosa tendencia actual. Tampoco carecíamos de un programa de convergencia fiscal, ni veníamos de un descontrol expansionista de la oferta de dinero, aunque sí de pasivos a corto plazo del BCRA. Ni veníamos de una sobre-aceleración del ciclo económico; de hecho, en estos dos años hubo un importante esfuerzo de ajuste de la política de ingresos que hoy ha resultado lamentablemente fútil.
Más allá de todo esto, volver a requerir del FMI es, por renunciar a nuestros márgenes de decisión y por recurrencia, una gran frustración de la política nacional. Es volver a poner la vida económica, social y política del país, en torno a un eje de dialéctica social confrontativa y permanentemente conflictiva. Es cristalizar en un horizonte de mediano plazo la injerencia ajustadora del Fondo sobre los desequilibrios macroeconómicos existentes, bajo criterios de estricta ortodoxia económica. Y privilegiar esa injerencia como objetivo político prioritario por sobre la obtención de la paz social, condición indispensable para allanar un sendero consensuado de crecimiento económico. La experiencia económica y política argentina ha demostrado reiteradamente que sin crecimiento económico, que enjuague los desbalances de las magnitudes existentes, que facilite las recomposiciones de precios relativos necesarias para abordarlos y sostener los agregados macroeconómicos de manera sustentable en el tiempo, que aminore la puja distributiva permanente (que ajusta al alza los precios y es un impedimento insalvable para todo plan des-inflacionario), es imposible afrontar exitosamente los desequilibrios macroeconómicos y las deudas sociales pendientes.
Lo que nos espera por los próximos años es un futuro con expectativas de pujas repetidas en torno a los cumplimientos o incumplimientos de la condicionalidad del programa y de injerencia del Fondo sobre la economía y la vida nacional. Nuevamente enfrentaremos tensiones consecuentes en los mercados y en nuestra actividad económica más inmediata. Habrá nuevas postergaciones a la posibilidad de un horizonte estratégico de crecimiento consistente, postraciones adicionales a las condiciones de vida de la ciudadanía, subsistencias o recurrencias de los problemas de origen a los que el FMI no ha dado solución anteriormente, y continuidad o agravamiento del conflicto social.
Un devenir recalcitrante de tensión constante entre relatos históricos y experiencias fracasadas que conforman, otra vez, una lógica circular de una Argentina postergada.
Desde comienzos de esta gestión de gobierno, los argentinos venimos enfrentando una coyuntura nacional de transición entre tiempos políticos opuestos y maniqueos de comportamientos pendulares. Nos acosan con interpretaciones autorreferenciales o asumidos salvatajes fugaces de nuestros males nacionales. Nos abruman con vocaciones refundacionales y realidades virtuales alternativas, que en realidad nos hunden en infructuosas oposiciones de relatos y contra-relatos impotentes. Con estas falsedades se insiste en alimentar la agitación dialéctica de “la grieta” nacional contra un pasado irresponsable, corrupto y mentiroso, que siendo derrotado debió haber sido ya largamente superado. Sin embargo, se intenta regenerarlo constantemente como justificación de la acción del gobierno. Hasta las elecciones pasadas, se lo ha convertido en el insumo predilecto de sustentabilidad de su estructura política. Hoy el gobierno apela a ciertos reflejos del mismo discurso para justificar su reclinación en el FMI y el consecuente abandono de su gradualismo fiscal.
Sin embargo, esta vez, los polos de aquella grieta podrían ir tornando hacia una posible perspectiva de reversión. Ya no se trata de oscilar pendularmente entre el agotamiento electoral del populismo autocrático y el alumbramiento acrítico de un postmodernismo insustancial. Hay un nuevo escenario nacional. Por un lado, el relanzamiento del programa económico de la mano del FMI con un inevitable derrotero de ajuste social y costo político para el gobierno, en proyección hacia el próximo horizonte electoral. Por el otro, la oportunidad de reestructuración (cuando no, la perspectiva de su división) que esta coyuntura le da al peronismo, como única oposición hoy presente. Estos nuevos términos de polarización consagrarían el nuevo escenario, aunque, una vez más, entre torpes infantilismos viejos y nuevos de la política. Falaz reversión, entonces, hacia antinomias estériles entre lo nuevo y viejo en la política nacional.
Lo que en realidad existe es una política corporativizada, que está enviciada por la corrupción, el conflicto de intereses, la injerencia de intereses particulares y el “carguismo”, según sea del caso. Permanentemente se confunde el interés nacional con la gestión del Estado, el interés público con el de algunos privados, la política económica con la facilitación de los negocios, el combate a la pobreza con el asistencialismo social, o la acción política con la de su propio accionar corporativo.
De esta manera, la vida pública nacional se ha venido desarrollando sin visión de grandeza, sin propuestas integradoras, sin concordancias nacionales. Por lo tanto, sin asentamiento de bases mínimas de despegue a los imprescindibles saltos cualitativos de calidad en la vida y de la condición material de la ciudadanía.
Hoy no hay paz social en la Argentina. A pesar de una secuela de siete trimestres consecutivos de (despareja) recuperación económica, hay una tendencia secular a la estanflación moderada, que el programa acordado con el FMI vendrá a consolidar aún más, o aun peor, a revertir en una prospectiva de tendencia recesiva. Con ello profundizará la brecha de la desigualdad de oportunidades y un deslizamiento inercial hacia incrementos persistentes en los umbrales estructurales de la pobreza, de la injusticia social, de la concentración del ingreso y la acumulación de la riqueza.
Es imprescindible establecer una visión estratégica para recuperar un sendero de crecimiento como Nación. Ello requiere de dos condiciones de base: promover la pacificación social y convocar a un entendimiento nacional, un nuevo contrato político.
Creer que la prioridad estratégica en la Argentina pasa por el combate a la inflación, como pre-requisito excluyente de todo horizonte posible de desarrollo, es no entender cuál es la demanda de la Hora ni qué es la dimensión estratégica del desarrollo. La búsqueda de la consolidación de un modelo basado en preceptos dogmáticos de ajuste económico, asistencialismo público y acumulación privada, como fundamentos principales de funcionamiento económico y social, nos retrotraen hacia senderos que creíamos ya superados de una Argentina circular y postergada.
La respuesta a esto es una profundización de la densidad democrática y la participación popular soberana. Para ello es necesario el fortalecimiento de las estructuras partidocráticas nacionales, hoy fuertemente debilitadas.
El advenimiento de la crisis de los grandes partidos políticos nacionales no fue un suceso circunstancial sino posiblemente una extensión más estructural de la crisis conceptual del Estado de Bienestar y de la crisis cultural de las “grandes narraciones”, la crisis de la ideologías globalmente sobreviniente a la caída del Muro de Berlín y a la reestructuración del orden geopolítico preexistente, que había emergido de Yalta.
Como partido, sin embargo, nada de eso exime al Radicalismo de su responsabilidad histórica insoslayable. Debe hacerse cargo de sus propias defecciones en el sostenimiento de la legitimidad de su representación política.
La crisis de las ideologías sobreviniente a la caída del Muro de Berlín no exime al Radicalismo de su responsabilidad histórica insoslayable. Debe hacerse cargo de sus propias defecciones en el sostenimiento de la legitimidad de su representación política.
Ha sido su responsabilidad la participación que le cupo en la crisis del 2001 / 2002, como así también el paulatino distanciamiento de sus propuestas políticas respecto del riquísimo acervo doctrinario que lo enaltece. También ha sido su responsabilidad la conformación de soluciones electorales contrapuestas con su identidad histórica o la devaluación invariable de su capital simbólico por pérdida de consistencia y de densidad política en su acción partidaria. De todo eso se debe a sí mismo un formal ejercicio de autocrítica política ante la ciudadanía para poder recuperar credibilidad y la confianza del Soberano.
Aquellas características estructurales afectaron su representatividad sistémica y su eficacia funcional. Estas responsabilidades políticas afectaron su capacidad de llevar a cabo una recuperación partidaria más inmediata.
El Radicalismo venía incubando una crisis larvada de contenidos de su proyecto político y de mantenimiento de su representación electoral mayoritaria, probablemente desde los tiempos de la administración menemista. Se retroalimentó como consecuencia no deseada de su participación controversial en el Pacto de Olivos. Se exteriorizó a partir de la efímera experiencia electoral y el fracaso de gestión de la Alianza, ya por entonces, reñida con las mejores tradiciones doctrinarias partidarias. Finalmente la crisis del proyecto propositivo partidario expandió sus efectos de desarticulación sobre la organización del Partido y consagró la intrascendencia de su acción política a partir de la convención de Gualeguaychú.
El Radicalismo venía ya incubando una crisis larvada de contenidos de su proyecto político y de mantenimiento de su representación electoral mayoritaria.
En Gualeguaychú, el Radicalismo asumió la coyuntura política como de inflexión ante el riesgo severo de licuación republicana. Se justificó en una elaboración hipotética, indeterminada, porque comparaba contra una presunción contra-fáctica de fatídico determinismo hacia otros funestos destinos comparativos en la región. Pero, por sobre todo, fue una determinación discrecional, arbitraria, porque no fue el resultado de un proceso de debate amplio y generalizado en el Partido, como la magnitud del costo político a pagar hubiese requerido, sino que fue acotado al manejo ocasional de su órgano de decisión. Más aún, fue el resultado de un viraje de último momento en la estrategia electoral que se venía siguiendo.
Esto no cuestiona su representatividad pero sí su legitimidad, la de la decisión, no la de los decisores. Esa falta de legitimidad empañó el significado del resultado y de sus consecuencias, a la luz de especulaciones sobre posibles intereses subalternos de la dirigencia que lo promovió.
Especialmente si se toma en cuenta que, siendo que involucraba tradiciones y propuestas políticas históricamente ajenas e intrínsecamente opuestas entre sí, llevaba a un alineamiento electoral unilateral, incondicional y no programático. Fue una decisión sobre una estrategia electoral que, como tal, y en sentido estricto, agotó su alcance específico con el resultado de la elección.
Los efectos políticos derivados que continuaron rigiendo la política partidaria a partir de allí tienen el vicio de aquella ilegitimidad de origen y también de su persistencia, a partir de la sistemática denegación al debate democrático interno sobre la continuidad y la conveniencia de este alineamiento. Desde la institucionalidad partidaria, la transparencia democrática que se pregona hacia afuera no se practica hacia adentro. La propuesta partidaria ha perdido consideración social y política, incluso hacia dentro del propio partido de gobierno, a favor del reconocimiento de los gestores políticos, la actuación cortesana y la obtención de cargos en la burocracia estatal. Ello ha puesto en crisis incuestionable los parámetros pre-existentes de la ética partidaria. Y ese accionar político, sin ética, se ha tornado interesado, superficial e inestable.
De esta manera, el Radicalismo atraviesa la crisis más severa de sus nóveles 127 años de historia, enriquecida de antañas y prolíficas luchas democráticas. La severidad de su crisis no deviene del riesgo de su desaparición. De hecho, como entidad política es una porción inescindible de la cultura política nacional; como entidad electoral es la base de apoyo territorial del partido de gobierno. No está signado, tampoco, por la conducta de su nomenclatura partidaria, que es circunstancial.
Es su crisis más severa porque es de doctrina o, en todo caso, entre su doctrina y su acción política. Un Partido contradictorio con su doctrina es un Partido sin proyecto político que ofrecer a la ciudadanía. O con tantos proyectos que al fin no ofrece ninguno. Un partido sin proyecto político cuestiona su propia razón de existir como organización. De allí, la condición terminal que el Radicalismo sí confronta actualmente: el riesgo de irrelevancia política por vaciamiento doctrinario de su proyecto político.
Y por extensión, un riesgo disolutivo de su organización por dispersión militante, desarticulación operativa, insignificancia representativa, disipación propia o interesada absorción en Cambiemos.
Desde al menos mediados del siglo pasado, invariablemente se dijo, no sin razón, que el Radicalismo fungió como un factor crítico de equilibrio al funcionamiento democrático del sistema político nacional.
Esa condición sistémica esencial no surgió sólo del reconocimiento ciudadano general a su constitutiva vocación democrática, de la que dio históricos testimonios en luchas inclaudicables, y luego condujo la épica del proceso de recuperación definitiva de la democracia. Tampoco se debió sólo a su profunda concepción institucionalista, históricamente garante de la estricta división de los poderes republicanos. Hay un elemento tan significativo como todo aquello, quizás más: el Radicalismo ha sido históricamente reconocido por su reivindicación permanente de una agenda de cultura desarrollista, progresista, igualitaria y de recomposición, integración, movilidad y solidaridad social.
Ambas tradiciones políticas esenciales, la institucional y la social, ponen al Radicalismo en la condición diferencial de haber sido, en nuestra historia contemporánea, la representación misma, de entre las mayorías nacionales, del pensamiento socialdemócrata republicano y desarrollista. Fue el antídoto ideológico, desde la post-guerra, para las autocracias populistas y para las asimetrías sociales tradicionales del neo-liberalismo económico. Por su condición idiosincrática está llamado, como ningún otro actor relevante en la escena política nacional, a sustraerse al artificio político de la grieta. No puede, ni debe, ser parte de esa dialéctica.
El haberse corrido de su espacio histórico de pertenencia lo privó de la posibilidad de que, en estos tiempos, sirviese como anclaje referencial de un orden político más devolutivo a la ciudadanía. Esto frente a los desafíos que presenta la recuperación de un horizonte de crecimiento y la incapacidad del gobierno de absorber el conflicto social.
Su consecuente merma de autonomía y capacidad de propuesta lo ha llevado inevitablemente a la pérdida de consideración ciudadana para mediar espacios de participación y de reconstrucción del diálogo político, que garanticen un contorno eficaz de restablecimiento de la paz social y de resolución armónica de la tensión política de estos tiempos.
Por lo tanto, la recuperación plena de su identidad soberana es una condición política indispensable para disputar en el campo de las ideas, las propuestas y la acción política, la recuperación de esa función de servicio al balance del juego político, para ayudar a la canalización de las demandas ciudadanas.

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