Brasil, el lava jato y la farsa mediática. La destitución de la presidenta Dilma Rousseff en 2016 y el encarcelamiento del candidato Lula da Silva en 2018, en nombre de la lucha contra la corrupción, fueron aplaudidos como gestos republicanos. Hoy, salta a la luz que se trató de un golpe judicial que favoreció a las elites y a la extrema derecha brasileñas.
Por Perry Anderson *
Jueves 11 de marzo de 2021 (Le Monde Diplomatique). La operación “Lava Jato” (“lavado a presión”), ligada al escándalo de corrupción más importante de la historia reciente brasileña, estalló en marzo de 2014. Cayó bajo la responsabilidad del juez Sérgio Moro, que en 2005 se había afilado las uñas como asistente en otro caso muy mediatizado: el escándalo del mensalão, vinculado al pago de coimas a diputados por parte del Partido de los Trabajadores (PT) para obtener su apoyo.
Moro describió su manera de proceder en un artículo publicado a mediados de los años 2000. Consistía en imitar los procedimientos aplicados durante la operación “Mani Pulite” (“manos limpias”) que, a comienzos de los años 1990, había acabado con los partidos de gobierno italianos, precipitando el fin de la I República. En su texto, Moro señalaba la importancia de dos aspectos de este método: el recurso a la prisión preventiva, de manera de incitar a la delación, y las filtraciones a la prensa, calibradas para suscitar la ira de la opinión pública y presionar a sospechosos e instituciones. A sus ojos, la puesta en escena mediática importaba más que la presunción de inocencia.
Durante el caso “Lava Jato”, el juez brasileño mostró sus talentos ocultos de agente mediático. Operativos, detenciones espectaculares, confesiones: llamadas telefónicas a la prensa y a los canales de televisión garantizaban en cada etapa una amplia cobertura de las operaciones que orquestaba. Unas más dramáticas que otras, fueron bautizadas con nombres en clave tomados del imaginario cinematográfico, clásico o bíblico: “Dolce Vita”, “Casablanca”, “Aletheia” (“verdad” en griego antiguo), “Juicio final”, “Omertà”, “Abismo”, etc. ¿Los italianos se jactan de tener un sentido innato del espectáculo? Moro los hizo quedar como aficionados.
Durante un año, las acciones judiciales apuntaron a ex directivos de la empresa petrolera nacional Petrobras, acusados de haber sido sobornados, antes de provocar la caída del primer dirigente importante del PT (su tesorero, João Vaccari Neto) y directivos de las dos empresas de construcción de obras públicas más grandes del país, Odebrecht (1) y Andrade Gutierrez. Las manifestaciones de apoyo a Moro se multiplicaron: exigiendo el castigo al PT y la defección de la presidenta Dilma Rousseff, ejercieron presión sobre el Congreso. El presidente de la Cámara de Diputados Eduardo Cunha no necesitó más para poner en la agenda del día la destitución de la Presidenta.
Aislada y debilitada, Rousseff pidió ayuda al ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva, quien desplegó su habilidad de negociador para reparar las relaciones con un antiguo aliado, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB). Cunha, quien aparentemente tenía depositados varios millones de dólares en cuentas secretas en Suiza, propuso un pacto de protección mutua: interrumpiría las acciones contra Rousseff si el gobierno le devolvía el favor. Lula le aconsejó a la Presidenta que aceptara la mano tendida; ella se negó, apoyada por la dirección nacional del PT, que temía que se descubriera el acuerdo. Los diputados del PT apoyaron las acciones judiciales contra Cunha, quien respondió impulsando el procedimiento de destitución.
Republicanos y facciosos
Moro, por su parte, preparaba el golpe de gracia. A comienzos del mes de marzo de 2016, puso en marcha la operación “Aletheia”. Lula fue detenido a primeras horas de la mañana, frente a las cámaras, previa advertencia a los medios de comunicación. El ex presidente estaba sospechado de haberse beneficiado con dádivas de Odebrecht. Siguieron otros hechos inesperados. Moro interceptó –y divulgó a la prensa– una conversación telefónica entre Rousseff y Lula, cuya escucha había ordenado. Ambos dirigentes mencionaban allí la posibilidad para Lula de convertirse en jefe de Gabinete. Como los funcionarios de rango ministerial y los miembros del Congreso gozan de una inmunidad que sólo la Corte Suprema puede quitar, nadie dudó de que se trataba de un ardid para impedir su detención. Dos jueces de Brasilia se opusieron a la designación: el primero, un asiduo detractor del PT en Facebook; el segundo, un servidor del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), hostil al poder.
La presión de la calle en favor de la destitución de la Presidenta llegaba a su paroxismo. En el Parlamento, nada indicaba sin embargo que se alcanzaría la mayoría de dos tercios. Nuevos operativos dieron a conocer cuadernos de Odebrecht donde se detallaban las sumas pagadas a unas doscientas personalidades pertenecientes a casi todos los partidos. En la clase política, se encendieron todas las señales de alarma: un operador de primer nivel en el seno del PMDB fue grabado sin que lo supiese diciéndole a un colega que “es necesario detener la hemorragia”. Ahora bien, “los tipos de la Corte Suprema” le dijeron que eso sería imposible mientras Rousseff estuviese en el poder, ya que los medios de comunicación se habían ensañado con ella. No había otra opción, explicaba, que reemplazarla lo antes posible por el presidente del Senado, Michel Temer, y formar un gobierno de unión nacional apoyado por la Corte y el Ejército. En menos de dos semanas, la Cámara de Diputados aprobó la destitución de la Presidenta, dejando el campo libre a Moro para deshacerse de Cunha, quien ya no era útil. Rápidamente excluido de la Cámara de Diputados, éste terminó en prisión. El Senado aprobó la destitución de la Presidenta y Temer asumió el mando del país.
A comienzos de 2017, Lula fue detenido sobre la base de sospechas de corrupción ligadas a la adquisición de un departamento en la costa, del que nunca fue sin embargo propietario legal. Juzgado en Curitiba el verano siguiente, fue condenado a nueve años de prisión. Tras un procedimiento de apelación, la pena fue elevada a doce años. El primer presidente surgido del PT tras las rejas, su sucesora destituida en medio de las burlas: el naufragio del partido parecía total.
Surgieron entonces dos análisis sobre el papel de los jueces. El primero los describía como justicieros decididos a acabar con la corrupción; el segundo, como operadores políticos dispuestos a todo para lograr sus fines. En su obra O Lulismo em crise (Companhia Das Letras, 2018), el sociólogo brasileño André Singer rechaza ambos análisis. Según él, los jueces se mostraron a la vez perfectamente republicanos e innegablemente facciosos. Republicanos: ¿cómo describir si no el encarcelamiento de los empresarios más ricos y poderosos del país? Facciosos: ¿qué otro sentido darle al hostigamiento sistemático a los miembros del PT, mientras se perdonaba a los de los demás partidos –excepto por Cunha, que se volvió demasiado molesto–? Sin hablar de las afinidades políticas de los jueces, los anatemas que lanzaron en Facebook o las fotografías en las que se los veía posar, sonrientes, enarbolando los emblemas de partidos conservadores. Una pregunta sigue sin respuesta: republicanos y facciosos, ¿esos jueces lo eran en la misma proporción?
Condenar sin pruebas
En el sistema judicial brasileño, policías, fiscales y jueces integran cuerpos independientes unos de otros. La policía reúne las pruebas, los fiscales realizan las acusaciones y los jueces deciden las penas (en Brasil, los jurados sólo intervienen en casos de homicidio). En la práctica, sin embargo, las tres funciones se fusionaron durante la operación “Lava Jato”, al trabajar la policía y los fiscales bajo la supervisión del juez que controlaba las investigaciones, determinaba las penas que se pedirían y dictaba sentencia: una indudable negación de los mecanismos básicos de la justicia, que prevén la separación de la acusación y la condena (sin mencionar el hecho de que el juez Moro eliminó de un plumazo el principio de presunción de inocencia).
Otra veleidad del sistema judicial brasileño: la “delación premiada” permite amenazar a una persona con duras penas de prisión, a menos que contribuya a implicar a otro responsable –el equivalente judicial al chantaje–. Las derivas a las cuales contribuye un dispositivo semejante pueden observarse en el caso de Marcelo Odebrecht, el empresario más rico detenido en el marco de la investigación. Condenado a diecinueve años de prisión por corrupción, su pena se redujo a dos años y medio no bien cedió al macabro juego de la delación. En un contexto semejante, sería difícil sobreestimar la presión sufrida para suministrar a los magistrados elementos susceptibles de impulsar las investigaciones que más les preocupaban.
Pero, finalmente, todo ello pesa poco respecto de la introducción del concepto de domínio do fato: la posibilidad de condenar a alguien en ausencia de prueba directa de su participación en un delito, según la idea de que no puede no ser su autor. Este mecanismo deriva del de Tatherrschaft (“dominio del acto”), imaginado por el jurista alemán Claus Roxin para condenar a criminales de guerra nazis. Pero Roxin denunció la utilización brasileña del principio: figurar en tal o cual lugar en un organigrama no basta, dice, para establecer la responsabilidad de un delito. Es necesario, además, que la justicia pueda probar que dicho delito fue efectivamente ordenado por el acusado. Pero el juez Moro no se detuvo en semejantes sutilezas. Por haber recibido supuestamente un departamento valuado en 600.000 dólares, Lula cargó con doce años de prisión (2): dos tercios de la pena de prisión inicial de Odebrecht por menos del 2% de las sumas que se acusa a este último haber malversado.
En un contexto semejante, sin embargo, la acción de la Corte de Curitiba correspondió más o menos al cóctel señalado por Singer: una dosis de celo republicano, otra de estrategia facciosa. Cuando se asciende en la jerarquía judicial hasta la Corte Suprema, las cosas cambian. Aquí, ni rigor ético ni fervor ideológico. Las motivaciones resultan mucho más sórdidas (3).
Contrariamente a sus equivalentes en otras partes del mundo, la Corte Suprema brasileña combina tres funciones: interpreta la Constitución; desempeña el papel de Cámara de Apelación de último recurso para los procesos civiles y penales, y finalmente, concentra la facultad de enjuiciar a los dirigentes políticos –miembros del Congreso y ministros–, que gozan de una inmunidad conocida bajo el nombre de foro privilegiado. Los once miembros de la Corte son designados por el Ejecutivo. A diferencia de lo que sucede en Estados Unidos, su confirmación por el Poder Legislativo es una mera formalidad. No se requiere ninguna experiencia previa en las cortes judiciales: basta haber ejercido como abogado o fiscal.
Desde siempre, la designación de los miembros de la Corte se basó más en lógicas de redes que en afinidades ideológicas. En su actual conformación, uno de los miembros fue abogado de Lula, otro es un colaborador del ex presidente Fernando Henrique Cardoso, y un tercero es primo de otro presidente, Fernando Collor de Mello. Cuando la presión pública exigiendo la destitución de Rousseff estaba en su punto más alto, ocho de los once miembros de la Corte habían sido elegidos por la presidenta y su predecesor. Pero, mostrando los jueces el color político del camaleón, quienes debían su sueldo al PT buscaron precisamente marcar su independencia respecto del partido en el poder. Se conformaron en los hechos con reemplazar una forma de juramento de fidelidad por otra: olvidados los caciques del PT, obedecían en adelante a los medios de comunicación dominantes.
Desde el inicio de la operación, el equipo de Curitiba utilizó las filtraciones y las revelaciones a la prensa para ignorar los procedimientos normales. Precipitar la estigmatización pública de un acusado antes de su comparecencia está normalmente prohibido, pero Moro no se privó de ello, menos aun cuando podía contar con los periodistas para ejercer presión sobre la Corte Suprema. Cuando uno de los jueces de la institución le informó que el principio del habeas corpus exigía que liberase a un directivo de Petrobras, Moro acudió a la prensa, declarando que, en ese caso, debería también liberar a narcotraficantes. Su superior cambió de opinión. Tras haber infringido tres normas que regulan las escuchas telefónicas y divulgado públicamente la conversación entre Lula y Rousseff, el juez Moro se justificó explicando que había actuado en pos del “interés general”. Alabado como un héroe nacional en la prensa, no sufrió ninguna sanción.
Unos días después de su elección para la Presidencia del país, en octubre de 2018, Jair Bolsonaro anunció que Moro (ambos en la foto) había aceptado el cargo de Ministro de Justicia. En los años 1990, los magistrados italianos encargados de la operación “Mani Pulite” habían lamentado que sus esfuerzos para luchar contra la corrupción hubieran favorecido en definitiva el acceso al poder de Silvio Berlusconi. En Brasil, la estrella del “Lava Jato” se alegró de sumarse al equipo de uno de los pocos dirigentes políticos capaces de hacer que Berlusconi sea visto como un personaje simpático.
- Véase Anne Vigna, “Odebrecht, la favorita del Estado brasileño”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, octubre de 2013.
- Nota de Redacción (NdR). A esta primera pena se sumó una segunda, también de doce años, pronunciada en febrero de 2019.
- NdR. A partir del 9 de junio de 2019, la revista digital estadounidense The Intercept reveló una serie de mensajes encriptados del juez Moro que confirman que había manipulado la operación “Lava Jato” con fines políticos.
- Historiador. Autor del ensayo El Nuevo Viejo Mundo, Akal, Madrid, 2012 (Traducción de Gustavo Recalde).